La agricultura familiar es una realidad, pero el manejo de ello desde el Estado es otra cosa. El Instituto Nacional de la Agricultura Familiar, Campesina e Indígena (INAFCI) y el Consejo Nacional de Agricultura Familiar que el Gobierno disolverá, incluyendo la cesantía de 900 personas, son exponentes de un recorrido que empezó hace más de 10 años, con argumentaciones ligadas a la soberanía alimentaria, la sostenibilidad y el arraigo, que nunca terminaron de plasmarse.
Hay mucha gente que efectivamente vive y trabaja en el campo, en una mezcla de trabajo para obtener recursos (alimentos) e ingresos y también como estilo de vida. Y también están los políticos que manejan millones con el argumento de ayuda “social y productiva”.
En ese marco, en el segundo gobierno de Cristina Kirchner se impulsó una representación estatal de esa realidad social, presente en muchas provincias argentinas. El punto institucional más alto fue la sanción, en diciembre de 2014, de la Ley de Reparación Histórica de la Agricultura Familiar para la Construcción de una Nueva Ruralidad en la Argentina.
En representación de cada cámara del Congreso la firmaron dos protagonistas de esta trama. La media sanción en Diputados la suscribió Julián Domínguez, primer ministro de Agricultura K e histórico referente peronista del área. Y como presidente provisional del Senado apareció Gerardo Zamora, líder político de Santiago del Estero, una provincia clave para estos organismos que fueron acumulando personal (1200), oficinas, autos y recursos con la “autarquía económica y financiera” que la norma estableció desde su origen. Aunque recién fue reglamentada el año pasado.